Quién fue y qué hizo Jorge Márquez por el tango
Cuando hablamos de los estilos de tango, a veces mencionamos el estilo fantasía. ¿Pero te gustaría saber quién lo desarrolló y cómo? Entonces este post te interesa, porque voy a mostrarte la vida de Jorge Márquez, uno de los hombre más adelantados a su tiempo que dio el tango.
El primer contacto con el tango
Es probable que pocas veces o ninguna hayas escuchado hablar de Jorge Márquez. A veces la vida puede parecer injusta con algunos creadores. Sobre todo con los bailarines. Pero tarde o temprano, como en este momento, existe la oportunidad de reparar esa injusticia. Por eso, en esta ocasión, voy a contarte quién fue “El Loco Márquez” y qué hizo por el tango.
Como ya sabemos, no se puede resumir una vida en unas pocas líneas. Pero sí, al menos, destacar sus aspectos más notorios.
Jorge Márquez nació en 1908 en el barrio de Nueva Pompeya, conocido como Pompeya, un barrio proletario, al que Homero Manzi años después le dedicaría el tango “Sur”. Un barrio de tradición tanguera, si los hay.
Márquez era hijo de un inmigrante yugoslavo, marinero, –que llegó a Buenos Aires a comienzos de siglo XX previendo que se avecinaba una guerra en su país–, y de una mujer argentina de la ciudad de Campana, una región industrial, petrolera, que fue cuna del automóvil argentino y de la tira de asado.
En ese entonces, Pompeya estaba a un paso del Riachuelo. Un pequeño río que servía para los barcos de poco calado.
Y allí el primo de Márquez, que trabajaba como estibador, llevó al pequeño Jorge cuando tenía 10 años. Un recuerdo que al niño le quedaría bien grabado en la memoria y que más adelante verás por qué te cuento esto.
Lo cierto es que allí, en el puerto, el chico vio cómo su primo y otros cargaban bolsas de duraznos, bananas y sandías para luego dejarlas en los grandes barcos de vapor; vio cómo los muchachos corrían y saltaban con esos sacos que cargaban por encima de los hombros cuando pasaban por una tabla angosta que unía el vapor al muelle y se doblaba bajo sus pies. ¡Mirá cómo camino!, le decían. Y Márquez se reía; pero jamás olvidaría aquellas piruetas de gran agilidad.
Dos años después, a los 12 años, entró a trabajar en el frigorífico Wilson de Valentín Alsina. Su primer trabajo pago. Y hubiera sido un trabajo sin importancia, si no fuera por que allí, entre ganchos y carnes congeladas, ocurrió uno de esos momentos que parecen insignificantes, pero que habría de tener una trascendencia inimaginable.
Conoció a Graus, un trabajador hijo de españoles, que le dijo: “Che, pibe, ¿por qué no venís a casa para que te enseñe a bailar tango?”
¿Qué habría notado Graus en ese chico?, no lo sabemos. Pero la verdad es que a los pocas semanas, cuando regresaba de trabajar, Jorgito se iba a la noche a aprender a bailar en la casa de los Graus. Y para eso, cruzaba el puente sobre el Riachuelo que separaba Pompeya de Valentín Alsina, un puente hoy llamado Ezequiel Demonty; pero al que todos lo llaman hasta hoy “Puente Alsina”.
Era la época en que, para cruzarlo, las mujeres llevaban una navaja en la media para defenderse de los hombres que querían abusar de ellas y muchos hombres portaban revólver para matarse mutuamente.
Pero ya sea por la inconciencia del peligro o por propia valentía, al chico no lo importó. Iba del trabajo a la clase y de la clase a la casa. Así pasó horas practicando con la música de Francisco Canaro y Ángel Villoldo.
Pensemos, además, que en ese 1920 Argentina era tan esplendorosa, que hasta los diccionarios de la época hablaban de cómo competiría frente a Estados unidos por un futuro venturoso.
Un tropezón cualquiera da en la vida
En los estilos se destacaba el tango canyengue, tango orillero, y el tango de salón liso, caminado. Eran los tiempos de los pioneros, en que todo estaba por descubrirse.
Entre tanto, Márquez trabajaba, practicaba y mejoraba sus destrezas. A los 15 años ya dominaba el arte. Pero continuó, estudiando entre Puente Alsina y Pompeya, hasta los 17, cuando se le apagaron las ganas de bailar la música de la vieja guardia.
Podría ser eso, o que la depresión económica que terminó con el primer golpe de Estado en 1930 lo haya desanimado.
Sea como fuere, dejó el tango. Se había transformado en un muchacho alto y delgado, de ojos grandes que buscaba algo nuevo, pero que también había aprendido el placer de bailar.
Así entonces, un día entró al cine y quedó admirado al ver en la pantalla grande la habilidad de ese extraordinario bailarín que fue Fred Astaire. A veces el cine tiene ese poder de cambiar una conducta y trazar un camino.
De modo que, como no podía ser de otra manera, comenzó a imitarlo y a dedicarse por completo al “tap” norteamericano. Entró en los clubes a bailarlo y pronto el público no tardó en llamarlo el “Fred Ataire argentino”.
Recordemos que los clubes de barrio eran semilleros de jugadores de fútbol o de bailarines.
Así que de lunes a viernes practicaba los pasos de baile con otros hombres, hasta que más adelante se le permitió el ingreso a las mujeres y pudo practicar con ellas los fines de semana.
De algún modo empezaba a ser reconocido por la muchachada. Pero, si como dice el poeta Rilke: “la patria es la infancia”, el tango que había conocido de pibe ya estaba en su sangre.
D’Arienzo, un gran maestro
Así que entre la recuperación económica que empezaba asomar, la sensación general de poder imaginar un futuro y la aparición de la orquesta de D’Arienzo en 1935, Márquez reapareció en los clubes para milonguear y mostrar sus capacidades.
“D’Arienzo fue un gran maestro, fue todo para mí. Apenas lo escuché empecé a hacer todo lo que se me pasaba por la cabeza.”
Y era cierto. Márquez retomó el tango con tanta fuerza y originalidad, que algunos diarios zonales comenzaron a publicar que era un gran creador. Márquez ejecuta cosas increíbles, decían, y por supuesto los clubes se llenaban.
Porque a diferencia de otros, Márquez consideró al tango siempre como algo alegre y lo reflejó en su modo de bailar. Y bien bailaba los estilos del momento: tango orillero, tango canyengue, tango de salón.
Era tan audaz o innovador en sus movimientos, que más de una vez lo echaban del club junto con Mary, su bailarina. De hecho, casi todos lo echaron por pensar que maltrataba a la mujer haciéndola saltar de un lado a otro, sobre las rodillas, inclusive embarazada. Pero la verdad es que el hombre imitaba el recuerdo de su primo estibador sobre el listón de madera. Por eso los propietarios de los salones –turcos, italianos y portugeses– le gritaban: “¡Vaya a la calle, así no se puede bailar acá, vaya al puerto!” “¡Porteño, vete al puerto!”
Algunos decían que estaba loco y, además de conocerlo como el Fred Astaire argentino” se lo empezó a conocer también como “el loco Márquez”.
A pesar de todo Márquez amaba los clubes de barrio, y más aun a las mujeres que bailaban muy bien en los clubes de barrio. Era que allí cocinó pasos y movimientos, y a flexión de pierna desarrolló el tango estilo fantasía. ¿Por qué flexionaba las rodillas al bailar? Porque descubrió que Astaire las flexionaba para hacer sonar las chapitas de sus zapatos de “tap dance”.
La moda, el abrazo y un cambio revolucionario para el tango
También, claro, influyó la moda.
Era la época en que las mujeres usaban pollera hasta los tobillos y los hombres se colocaban un pañuelo sobre la mano antes de tomar la mano de la bailarina.
Entonces comenzó a desafiar la época. Pensó, casi como ningún otro, sobre la importancia de la mujer en el baile, en el rol que asumía dentro de la pareja de tango y su indumentaria.
Quizás hoy nos parezca algo intrascendente; pero para comienzos de la década del ’40, era una idea verdaderamente revolucionaria.
Y esta idea se apoyaba, además, en la popularidad de la revista Rico Tipo, del genial dibujante Divito, que dirigía la moda porteña como ningún otro.
Así que, contra todas las críticas, Márquez acortó la falda de su bailarina para que se vieran sus piernas, y en ese espacio empezó a meter sus propias piernas y a doblarlas alrededor de la rodilla, hasta parecer esos ganchos que alguna vez vio colgar en el frigorífico. Levantó los pies del piso y desarrolló los saltos como habría visto en el puerto, y soltó a la mujer para alejarla y atraerla hacia su cuerpo, al mejor estilo de su admirado Fred Astaire.
La verdad es que a Márquez nunca le gustaron las polleras largas. Consideraba que en el baile debía apreciarse las piernas de las mujer. Un gesto inusual para la época que se enlazaba con otro: que no se viera solo al bailarín en primer plano, sino que se reconociera a la mujer con quien bailaba y juntos compartieran el valor del aplauso.
En una entrevista realizada por Gabriela Hanna, publicada en un libro alemán, Márquez decía: “Cuando empecé a bailar, usaba un abrazo muy cerrado con las mujeres. Más tarde me di cuenta que si siempre baila así, la mujer no podía bailar bien, estaba atada. Si quería hacer mis cosas con la mujer, tenía que romper la conexión con ella, soltarla. No quiero que nos durmamos bailando, quiero que ella muestre lo suyo, que haga algo.”
Así que contra todas las normas establecidas, Márquez rompió el abrazo, y demostró que el tango no era solo caminar abrazado, sino que podía bailárselo de otra manera. Por supuesto, era difícil discutirle a alguien que dominaba por igual el tango de salón, el tango canyengue y el tango orillero.
Por entonces, ya pensaba: “El tango hay que bailarlo, hay que saber bailarlo y hay que darle calidad”.
El maestro de tango fantasía
Para principios de la década del ‘40, “El Loco Márquez” y Mary comenzaron a cobrar sus actuaciones en los clubes porteños y más adelante a dar exhibiciones en Mar del Plata, una hermosa ciudad balnearia. Se volvieron profesionales y por un tiempo se convirtieron en la pareja de bailarines solista del maestro Francisco Canaro.
Márquez se convirtió, incluso, en un maestro de tango fantasía tan reconocido, que los alumnos de Pompeya acudían a él para aprender a bailar. Entre ellos, el joven Eduardo Arquimbau, que más adelante formaría la pareja Gloria y Eduardo.
Pasó años entre clases, exhibiciones y frecuentar la milonga de club. Se rodeó de amigos, como el mismo Eduardo, con quien compartieron exhibiciones, y el joven maestro y bailarín Raúl Bravo.
Un comentario aleccionador
Pero hacia la década del ‘60 comenzó a sentir que el cuerpo y el modo de pensar le iba cambiando.
Quizás por eso, alguna vez, mientras estaba sentado en la milonga, vio bailar demasiado rápido a un joven bailarín y le dijo: “Pibe, bailá más tranquilo, el tango tiene pausas”. Por supuesto, el joven escuchó la recomendación, aunque todavía no podía controlar bien los movimientos; pero le preguntó como se llamaba y, tras responderle, ese ya viejo milonguero también le preguntó su nombre. Entonces el muchacho lo miró de frente y le respondió. Se llamaba Carlos Gavito.
Con el tiempo, Márquez tuvo como pareja a Lilian. Dejó su Pompeya natal y se mudó a Villa Real, un apacible barrio de casas bajas, de gente humilde y poca población.
Pasó sus años allí, hasta que según su amigo Raúl Bravo, con alrededor de 90 años, terminó su vida en un geriátrico afectado por el mal de Parkinson.
Márquez, el “Fred Astaire argentino”, “El Loco Márquez”, “el número 1 de del tango fantasía”, son algunos de los nombres con los que algunos aun lo recuerdan. Fue un creador de la danza de tango, un adelantado en figuras modernas que abriría las puertas para desarrollar la espectacularidad en las exhibiciones y más adelante el tango de escenario.
De algún modo, todos los que hoy bailan el tango estilo fantasía y realizan saltos y ganchos le rinden un homenaje sin saberlo. Pero si llegaste hasta aquí con la lectura, ya me ayudaste a corregir una injusticia: evitar que la memoria sea porosa al olvido.
Gustavo Benzecry Sabá
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